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miércoles, 28 de enero de 2009

La raza asesina

Todo el mundo tiene su corazón volcado hacia algo o alguien. Unos se vuelcan hacia una religión, otros hacia un hijo, otros hacia un trabajo, otros hacia un deporte, otros hacia un arte. Mis amigos tienen volcado su corazón hacia unas pocas cosas. Vicente hacia su pareja. María hacia la organización religiosa en la que vive. Nieves hacia su hija. Pedro hacia las matemáticas. Ester hacia la fotografía. José hacia su grupo de música coral, igual que Elena. Manuel hacia el partido político en el que milita. Rafa hacia el kárate. Todos llenan su vacío existencial con alguna ilusión, con alguna motivación. En general no son dañinos para nadie. Pero algunos lo son.
¿Cuál es mi ilusión? Aún no he encontrado nada verdadero, ni una política, ni una religión, ni una ciencia, ni una persona, nada. Lo más parecido a mis sueños se encuentra en la ficción, en los tebeos, en las películas, en las novelas. Pero nada hay en la realidad que se le parezca. Lo cierto es que todo es un discurrir sin mucho sentido. Procurando que a uno lo molesten lo menos posible. Todos llenan su vida de cosas vacías con apariencia de sentido y plenitud. Por eso el interés de los gobernantes por domesticar y adormecer a la masa, porque el día que despierten de su letargo perderán su poder.
Da igual todo, da igual lo que hagas, lo mínimo que se pide es hacerlo con deferencia hacia el prójimo, pero ni siquiera esto se hace, y entonces se llenan las bocas de exigencias, de normas, de protocolos, de leyes. Nada de eso sería necesario.
Y al final lo mejor es evadirse afanándose en alguna cosa indiferente y absorbente para huir de la realidad.
Mientras yo escribo esto, que se supone me llena, consigo evadirme de mi responsabilidad hacia mis hermanos tirados esta noche en la calle, durmiendo en cartones en algún cajero automático, vendiendo baratijas por los bares, pasando frío por la crudeza del corazón del resto que lo aísla y se justifican diciéndose que “vive así porque quiere”.
Y de nada sirve forzar otro comportamiento, porque será rechazado, como el cuerpo rechaza el trasplante, no sabe que va a hacerle bien, lo rechaza por extraño. De nada sirve forzar a que otros adopten una idea que no es suya, que no han reflexionado, que no han interiorizado. Y se pierde tanto tiempo en esa interiorización que lo importante se impone bajo coacción. Con estas premisas simples y conocidas se construye el contrato social y las relaciones sociales de todo tipo.
La familia, la propiedad, el mercado, la democracia, todo es coactivo. Todo eso beneficia a unos pocos machos aspirantes a líderes de la manada, por eso de nada sirven los francos intentos de los liberacionistas, jamás alcanzarán su meta, siempre habrá un macho dispuesto a sodomizar al resto. He aquí la fórmula natural, instintiva, inconsciente, infraestructural para responder al vacío existencial, la absolutización de uno mismo, borrando de la faz de la realidad todo lo que es ilusorio, falso, extraño, distinto a uno mismo.
En ese ansia de poder, en esa vorágine de concupiscencia y exaltación del ego, el acto supremo es autodestruirse para resucitarse, demostrarse uno a sí mismo que es real, auténtico. Que otro que emprendiera el mismo objetivo jamás lo alcanzase porque él (ese otro que pretende el mismo objetivo que yo) es también irreal, ilusorio, y yo soy el único real. Por eso se matan entre sí los humanos, los demás no son parte de mí, son cosas deformes que parecen que hacen lo mismo que yo, que parecen que necesitan lo mismo que yo, pero no puede ser, si fueran lo mismo que yo no estarían disgregadas de mí…
Y así la entelequia mental hasta el infinito. O uno cede a la batalla contra todos o se aparta a una tarea indiferente y afanosa, concediendo, tal vez, lugar a la esperanza, a algo incomprensible pero real. Es lógico que hayan caído los valores absolutos. Pero han caído con la pretensión de resucitar, aunque todos quedarán en lacrimales fantasmas.
Los peores combatientes son los que se revisten de buenos, de religiosos, no cumplen el mínimo existencial y quieren abatir al resto con sus exigencias y mandamientos, con sus costumbres y tradiciones, quieren alzarse en el Absoluto… y luego resucitar. Son los machos que perpetúan la estirpe de la raza asesina. Y cuando algún otro bobo se les enfrenta, cuando se miden las fuerzas con otro machito y se tambalea la conquista del vacío existencial, entonces se hacen concesiones, treguas y semejante panoplia de apaños para erradicar al enemigo, al menos en su ser íntimo, aunque quede el irreductible cuerpo, aunque haya que meterle la mano para mover los hilos.
Y toda esta lucha se repite a todas las escalas. Los ciudadanos se han dotado de instituciones para autoaniquilarse y después resucitar demostrándose que son lo único auténtico. Los mártires, los kamikazes, los suicidas juegan esa función social radical, entregar la propia vida porque la muerte no existe, la vida es inentregable y por ello les será devuelta, en ello creen ciegamente como el banquero en sus billetes y el sacerdote en sus ritos.
Los mártires, si cabe, son más osados que los que se autoproclaman como seres absolutos desde el principio, ya que los mártires se subordinan a un Absoluto, y así, bajo la amistad con el Absoluto pretenden morir en su nombre para ir a derrocarlo después y volver de nuevo a la vida demostrando que él (el kamikaze) era lo auténticamente real y absoluto. Son los machos que perpetúan la estirpe de la raza asesina.

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