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miércoles, 18 de mayo de 2022

EL FUTBOLISTA CONSENTIDOR

Su historia reunía los elementos necesarios para una película dramática, de ésas de lucha y superación personal. En Hollywood ya habían comprado los derechos. El hilo argumental era el siguiente: El joven había llegado a casa malherido, pateado, semidesnudo, golpeado e insultado. Los hechos se desencadenaron de la siguiente forma: Le habían visto por la calle un grupo de energúmenos que le habían reconocido de los partidos del domingo.

Le increparon diciéndole todo tipo de insultos, le corrieron a gorrazos, le lanzaron palos y botellas. Él había consentido, de hecho él consentía cada domingo en el terreno de juego. Eran gajes del oficio. Los forofos tenían ese derecho, el derecho de insultar y agredir a los jugadores, a los entrenadores y a los árbitros. Él lo aceptaba como parte de su trabajo, pero no estaba dispuesto a admitir que lo lincharan fuera del estadio. Llegaron a juicio.

El juez le preguntó al joven si se había resistido, si había corrido, si había corrido lo suficiente para zafarse de los hinchas agresores. Cuánto había cerrado las piernas antes que le dieran la patada en los huevos. La defensa de los agresores le preguntó por qué no había huido a tiempo, por qué caminaba a aquellas horas por aquel barrio de forofos del fútbol, sugiriendo que el apaleamiento en gran parte se lo había buscado él solito. Le preguntaron qué hizo cuando le acorralaron, cómo se había defendido, por qué se había paralizado, por qué no se había escondido mejor. Le preguntaron incluso por qué no había parado los botellazos con los brazos, ya que él tenía dotes y habilidades profesionales y deportivas como portero de un equipo de la liga nacional.

Los agresores fueron absueltos. Y el joven futbolista consentidor fue abucheado por la opinión pública y por la prensa y jamás volvió a jugar más que en el banquillo. Cada domingo en los estadios-prostíbulos los hinchas y agresores se sentaban en las gradas tras de él para abuchearle como parte normal de su trabajo físico. Su imagen y su cuerpo se exhibían y se depor-prostituían ejerciendo todo tipo de estiramientos musculares, bucales y posturas atléticas y encajando todo tipo de insultos y amenazas con estoicismo según lo que habían pagado por la entrada los futboleros y según fuera el tipo de partido (amistoso, oficial, de liga, de copa, de entrenamiento, de exhibición, solidario).

Cada toque de balón del futbolista consentidor suponía una eyaculación de insultos precoces. Para violar su moral y su dignidad debía lanzar un penalti y fallarlo. Desde casa los telespectadores disfrutaban de la porno-futbolía. Todos intuían que los partidos estaban amañados, que eran como películas con un guion previamente escrito, que nadie sufría de verdad ni era insultado o golpeado más que de forma ficticia. Algo así como las peleas de lucha libre. Otros muchos entendían que la violencia iba en el sueldo y que el dinero que pagaban los futboleros les daba derecho a vejar y violar física y simbólicamente a los prosti-deportistas.

Los futbolistas que no jugaban en la liga de lujo debían ganarse la vida en las calles y plazas de ciudades y pueblos, sin protección, sin defensa arbitral, sin redes ni vallas de seguridad que les separaran del forofo gritón. Los escupitajos que recibían en la cara debían aceptarlos con resignación, como parte de su trabajo. Si alguno se resistía era expulsado del equipo, deportado a su país y enviado al paredón de las redes sociales.

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