Tristemente en la universidad hay personas que se
consideran con el derecho de prohibir a alguien dónde publicar, basándose en
argumentos peregrinos, como corresponde a quien simplemente realiza un abuso de
poder. Al final pagan justos por pecadores. Una cura de humildad no les vendría
nada mal. Allá vamos.
La censura alcanza límites de cotidianeidad insospechados.
Desde el compañero que censura a otro porque considera una ofensa personal la
opinión pública de un experto de reconocido prestigio internacional hasta aquel
otro que debido a sus intereses particulares y anhelos de poder coarta el
inalienable derecho a la libre expresión de sus pupilos. Persecución y amenaza,
en resumen.
Por no hablar de los casos –invisibles, pero reales-
de estudiantes que no han podido graduarse por cuestionar la gestión y
desempeño directivo de alguna supuesta autoridad académica. Digo “supuesta
autoridad” porque quien tiene el poder de hacer desaparecer de un plumazo toda
la trayectoria académica de un alumno no detenta autoridad en el sentido
genuino del término, sino autoritarismo. Y hay que comérselo con patatas, según
parece ser. Indefensión, en suma.
Así, por ejemplo, los censores desacreditan ciertos
medios de divulgación académica, como el Observatorio Académico Universitario
de la Universidad Autónoma de Baja California, porque su línea editorial, al
parecer, no se alinea con el pensamiento del poder vigente. Y la pregunta es obvia:
¿eso es malo?, máxime si la crítica se hace siguiendo unos criterios éticos básicos:
con respeto, con argumentos, con identificación de la autoría. Al final a los
censores poco les importa la ética, simplemente pura y mera censura por motivos
políticos.
Recapitulando, observamos censura, bajo amenaza
–velada o explícita-, por motivos políticos e indefensión del censurado.
Tenemos ya casi todos los ingredientes para, según el derecho internacional,
apelar a la protección como asilado político, apátrida o incluso refugiado (si
añadimos motivos corporativistas y de discriminación por pertenencia a
determinada clase social). Sólo nos faltaría ampliar los supuestos para aplicar
la condición de extranjería, incluyendo, además de la dimensión territorial
(país de origen), la dimensión económica (clase social de nacimiento). Sin
embargo, el “apátrida de clase social” o el “revolucionario” de siempre,
paradójicamente, es improtegible, so pena de socavar su naturaleza esencial.
La protección del revolucionario es su propio
compromiso ético con los oprimidos, algo totalmente indigerible por la ácida
hipocresía burguesa. Para los poderosos la enseñanza y aprendizaje de la crítica
parece sólo admisible en entornos controlados, y mejor si es “para estudiantes,
porque no se enteran de nada”.
Lo grave del asunto, a fin de cuentas, no es que la
censura y la falta de compromiso con la libertad de expresión y con la verdad sea
algo puntual, que le ocurre a alguien que es un “tipo raro”, que busca
conflicto o simplemente que está desequilibrado. Lo grave es que es estructural
y llega hasta los lugares más recónditos, incluso los más impensables, como
pueden ser los pasillos universitarios, que por definición son espacios de
debate y reflexión. Y que la censura es algo estructural y ubicua lo refleja bien
el excelente artículo de Javier Couso sobre “la Felap, el compromiso con laverdad” de septiembre de 2012.
Así, la corrupción y la violencia contra los
disidentes se normaliza. Son piezas que no encajan en el engranaje de la
maquinaria social capitalista, pese a que el proceso de globalización
neoliberal está suponiendo ideológica y culturalmente “una mediocridad cada vez
más acusada”, como bien señala José María Vidal en el número 35 de 2001 de la
revista Paradigmas que publica la UABC.
El pensamiento crítico es necesario, mal que les
pese a algunos, y mejor cuando no sigue los cauces convencionales, porque no
puede ser manipulable ni censurable. No por orgullo, sino por respeto y
compromiso con quienes sufren las injusticias día tras día, más fuerte que las
amenazas y la condena a un silencio obligatorio por el opresor de turno.
Ahondando, en el mismo número de la revista antes
mencionada, Paradigmas, los autores Arcos y Alcántar (2001: 43-47) analizan
desde una perspectiva puramente organizacional la ineficiencia del modelo de
jefe que ejerce una autoridad vertical según el esquema tradicional de mando-control, donde “difícilmente caben
las opiniones y sugerencias” de los subordinados, porque estos son considerados
como mercancía, insumos sustituibles y, por ello, prescindibles. Frente a eso
proponen el modelo de la autogestión, que consiste en “alentar las capacidades
y habilidades de las personas, promover su participación, hacer escuchar sus
voces, otorgarles el privilegio de pensar por su cuenta, de aportar ideas, de
imaginar futuros”.
En cambio, ciertos aspirantes a líderes siguen
promoviendo la vieja cultura del ordeno-y-mando,
prohíbo-y-obedeces, atemorizados por
la posible pérdida de poder y estatus, ansiosos por la pensión vitalicia. ¿Qué
tipo de enseñanza pueden dar estos docentes encumbrados a lomos de Don Miedo y
Mi Poder? Pues más miedo y más censura y represión.
Parafraseando libremente a Arcos y Alcántar (2001):
Sin personas revolucionarias las sociedades serían celdas de prisioneros. Sin
personas realmente universitarias las facultades enseñarían ciencias muertas,
donde sólo habría un teatro de marionetas mudas y sordas.
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