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miércoles, 3 de octubre de 2012

Censura y represión en la universidad

Compromiso universitario con la libertad de expresión

Tristemente en la universidad hay personas que se consideran con el derecho de prohibir a alguien dónde publicar, basándose en argumentos peregrinos, como corresponde a quien simplemente realiza un abuso de poder. Al final pagan justos por pecadores. Una cura de humildad no les vendría nada mal. Allá vamos.

La censura alcanza límites de cotidianeidad insospechados. Desde el compañero que censura a otro porque considera una ofensa personal la opinión pública de un experto de reconocido prestigio internacional hasta aquel otro que debido a sus intereses particulares y anhelos de poder coarta el inalienable derecho a la libre expresión de sus pupilos. Persecución y amenaza, en resumen.

Por no hablar de los casos –invisibles, pero reales- de estudiantes que no han podido graduarse por cuestionar la gestión y desempeño directivo de alguna supuesta autoridad académica. Digo “supuesta autoridad” porque quien tiene el poder de hacer desaparecer de un plumazo toda la trayectoria académica de un alumno no detenta autoridad en el sentido genuino del término, sino autoritarismo. Y hay que comérselo con patatas, según parece ser. Indefensión, en suma.

Así, por ejemplo, los censores desacreditan ciertos medios de divulgación académica, como el Observatorio Académico Universitario de la Universidad Autónoma de Baja California, porque su línea editorial, al parecer, no se alinea con el pensamiento del poder vigente. Y la pregunta es obvia: ¿eso es malo?, máxime si la crítica se hace siguiendo unos criterios éticos básicos: con respeto, con argumentos, con identificación de la autoría. Al final a los censores poco les importa la ética, simplemente pura y mera censura por motivos políticos.

Recapitulando, observamos censura, bajo amenaza –velada o explícita-, por motivos políticos e indefensión del censurado. Tenemos ya casi todos los ingredientes para, según el derecho internacional, apelar a la protección como asilado político, apátrida o incluso refugiado (si añadimos motivos corporativistas y de discriminación por pertenencia a determinada clase social). Sólo nos faltaría ampliar los supuestos para aplicar la condición de extranjería, incluyendo, además de la dimensión territorial (país de origen), la dimensión económica (clase social de nacimiento). Sin embargo, el “apátrida de clase social” o el “revolucionario” de siempre, paradójicamente, es improtegible, so pena de socavar su naturaleza esencial.

La protección del revolucionario es su propio compromiso ético con los oprimidos, algo totalmente indigerible por la ácida hipocresía burguesa. Para los poderosos la enseñanza y aprendizaje de la crítica parece sólo admisible en entornos controlados, y mejor si es “para estudiantes, porque no se enteran de nada”.

Lo grave del asunto, a fin de cuentas, no es que la censura y la falta de compromiso con la libertad de expresión y con la verdad sea algo puntual, que le ocurre a alguien que es un “tipo raro”, que busca conflicto o simplemente que está desequilibrado. Lo grave es que es estructural y llega hasta los lugares más recónditos, incluso los más impensables, como pueden ser los pasillos universitarios, que por definición son espacios de debate y reflexión. Y que la censura es algo estructural y ubicua lo refleja bien el excelente artículo de Javier Couso sobre “la Felap, el compromiso con laverdad” de septiembre de 2012.

Así, la corrupción y la violencia contra los disidentes se normaliza. Son piezas que no encajan en el engranaje de la maquinaria social capitalista, pese a que el proceso de globalización neoliberal está suponiendo ideológica y culturalmente “una mediocridad cada vez más acusada”, como bien señala José María Vidal en el número 35 de 2001 de la revista Paradigmas que publica la UABC.

El pensamiento crítico es necesario, mal que les pese a algunos, y mejor cuando no sigue los cauces convencionales, porque no puede ser manipulable ni censurable. No por orgullo, sino por respeto y compromiso con quienes sufren las injusticias día tras día, más fuerte que las amenazas y la condena a un silencio obligatorio por el opresor de turno.

Ahondando, en el mismo número de la revista antes mencionada, Paradigmas, los autores Arcos y Alcántar (2001: 43-47) analizan desde una perspectiva puramente organizacional la ineficiencia del modelo de jefe que ejerce una autoridad vertical según el esquema tradicional de mando-control, donde “difícilmente caben las opiniones y sugerencias” de los subordinados, porque estos son considerados como mercancía, insumos sustituibles y, por ello, prescindibles. Frente a eso proponen el modelo de la autogestión, que consiste en “alentar las capacidades y habilidades de las personas, promover su participación, hacer escuchar sus voces, otorgarles el privilegio de pensar por su cuenta, de aportar ideas, de imaginar futuros”.

En cambio, ciertos aspirantes a líderes siguen promoviendo la vieja cultura del ordeno-y-mando, prohíbo-y-obedeces, atemorizados por la posible pérdida de poder y estatus, ansiosos por la pensión vitalicia. ¿Qué tipo de enseñanza pueden dar estos docentes encumbrados a lomos de Don Miedo y Mi Poder? Pues más miedo y más censura y represión.

Parafraseando libremente a Arcos y Alcántar (2001): Sin personas revolucionarias las sociedades serían celdas de prisioneros. Sin personas realmente universitarias las facultades enseñarían ciencias muertas, donde sólo habría un teatro de marionetas mudas y sordas.

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