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miércoles, 28 de mayo de 2014

Silencio. Tradición y Novedad

A veces el debate nos lleva a callejones sin salida, incapaces de trascender la aparente encrucijada. Una de ellas es el anhelo de fundar algo nuevo o el de permanecer en algo ya viejo. El silencio nos enseña que tal dicotomía, tal dualidad, es pasajera, porque ambas pueden darse a la vez, ambas se complementan, no se bifurcan.

Lo nuevo, por definición, no es clasificable según los patrones existentes, por ello no anhela ‘la etiqueta’. Su fundamento es existir, irradiar vida en abundancia, al margen del corsé institucional. Y tal novedad, por poco humana que sea, encuentra aliados incluso en los pliegues más caducos. Máxime si lo nuevo y lo antiguo concuerdan en un proyecto de humanización, de fidelidad al amor, personal o impersonal, de caminar juntos en esa experiencia de amarse fraternalmente.

Como toda experiencia de amor verdadero, es frágil, puede ahogarse y ser pisoteada.

Hoy las órdenes religiosas lloran la falta de vocaciones. Hoy el laicismo social anhela una vida espiritual. ¿Qué impide que ambos se encuentren? ¡Qué ceguera tan grande si no vemos en el prójimo a un semejante! ¡Qué ceguera tan grande si el creyente no ve la imagen divina en el hermano ateo! ¡Qué ceguera tan grande si el increyente no ve el mar de dudas de su hermano piadoso!

¿Qué proyecto común, entonces? Quererse, cuidarse, convivir y caminar juntos, voluntariamente, por supuesto. Más allá de las doctrinas y creencias. Porque creyente e increyente, laico e inlaico, comparten una misma necesidad de encuentro íntimo, de espiritualidad, de recogimiento, de silencio. Más allá de las doctrinas y creencias.

¡Qué gran y sencillo espectáculo el ver reunidas, juntas, en silencio, a personas distintas, respetándose en su diferencia y, por ello, decididas a amarse, a servirse mutuamente, a dar la vida la una por la otra! Hombre y mujer. Creyente e increyente. Pío e ímpio. Fiel e infiel. Inateo y ateo. Inlaico (religioso) y laico. Tú y yo. ¡Uffff! ¿Por quién doblan las campanas?

En silencio, donde se escuchan las verdades profundas: ¿Por qué me separas de ti, hermano? Si en lo poco no eres mi hermano, ¿cómo voy a serlo en lo que para ti es grande? ¡Tenemos miedo, sí! Sería más cómodo darnos consejos sin mayor compromiso personal, pero ¿de qué vale tu palabra si no es encarnada?, ¿de qué me vale tu consejo si tú y todo tu cuerpo no van detrás de él?, porque si yo al aplicar tu consejo me caigo, ¿dónde me apoyaré?, ¿en el aire?, porque las palabras se las lleva el viento.

En silencio, donde se escuchan las verdades profundas: ¿Por qué me rechazas? ¿Qué ley, constitución o norma es ésa que separa las aguas del meandro y las del río? Por favor, que me lo digan, si alguien vio alguna vez que las gotas de agua del caudal principal le preguntaran a las gotas del meandro recién llegadas: ‘¿Crees en la Trinidad Hídrica, el Agua es una y trina: inodora, incolora e insípida?’

Y si seguimos con la metáfora: ¿Qué pensarán las gotas líquidas de las gotas congeladas y de las evaporadas? Porque las gotas líquidas tenderán a creer que la Vida es fluir. ¿En qué ayuda la dogmática líquida a la existencia de la gota congelada? ¿En qué ayuda la dogmática helada a la espiritualidad de la gota líquida? ¿En qué ayuda la liturgia marina a la gota evaporada? ¿En qué ayuda la divinidad y pureza del agua dulce a la gota salada? ¿En qué ‘Dios de la Vida’ puede creer el agua del Mar Muerto?

Lo sencillo, lo hacemos complicado. Pero es inútil. Sufrimiento gratuito.

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